MERCADILLO SOLIDARIO
El pasado 15 de diciembre los alumnos del colegio público VIRGEN DE LA ANTIGUA, situado en el término municipal de Cerezo de Río Tirón; salieron a la plaza del pueblo para realizar una actividad solidaria.
En el centro educativo, todos los alumnos (desde infantil hasta primaria) han desarrollado diferentes manualidades con el fin de salir al mercadillo del pueblo ha realizar un trueque bajo el lema de “Dona una sonrisa”. Todos los beneficios obtenidos iban destinados al banco de alimentos de CRUZ ROJA DE BELORADO para ayudar a las personas que más lo necesitan por no poder llegar a final de mes.
¿En qué consistía dicho intercambio? Todas aquellas personas que quisieran traer productos para donar al banco de alimentos (leche, aceite, pasta, conservas, productos navideños, etc.) recibirían a cambio de dicha aportación, la gran sonrisa de los alumnos y un detalle navideño elaborado por ellos mismos con gran esfuerzo e ilusión.
La actividad ha resultado todo un éxito y se ha podido recaudar una importante cantidad de alimentos para una buena causa.
En el éxito de esta propuesta ha estado implicada la comunidad educativa al completo. Gracias al Ayuntamiento de Cerezo de Río Tirón y la gran implicación de familias y vecinos de Cerezo; los alumnos del centro han vivido una gran experiencia donde han desarrollado valores como la solidaridad o tolerancia.
Valores trabajados en el centro junto con el fomento a la cultura emprendedora, igualdad, creatividad y autonomía de los alumnos. Además mejoran su relaciones personales,sociales
Poniendo en práctica los conocimientos adquiridos dentro del aula, pueden ver como su trabajo y todas sus acciones, tienen una repercusión positiva en su entorno más próximo.
¡¡GRACIAS POR COLABORAR!!
Extintores co2 2 kg
Una estructura metálica es un prodigio de ingeniería: firme, eficiente, limpia. Pero bajo el aliento abrasador de un incendio, el acero no grita, se dobla; el hierro no protesta, se rinde. La ignifugación de estructuras metálicas ya no es una opción estética o un plus técnico, sino un imperativo vital para cualquier construcción moderna que pretenda resistir no solo al tiempo, sino también al fuego.
En estos tiempos donde cada segundo cuenta, una estructura que colapsa en minutos puede marcar la línea entre la evacuación y la tragedia. La seguridad ya no se negocia, se diseña. Y ese diseño empieza por proteger lo esencial: la estructura que lo soporta todo.
El acero, ese material noble y versátil que da forma a naves industriales, centros logísticos y edificios enteros, tiene un talón de Aquiles: su debilidad ante el calor extremo. Cuando las temperaturas alcanzan los 500 °C, su resistencia se desploma, se deforma, pierde verticalidad y puede llevarse consigo toda la construcción. Es aquí donde la ignifugación entra como una muralla invisible que gana tiempo, estabiliza, protege.
Ignifugar no significa hacer que el metal sea inmune al fuego. Significa aplicar tratamientos específicos que retardan su deterioro, creando una capa que retrasa el colapso estructural durante un incendio. Ese lapso, esa demora en el desastre, es lo que salva vidas.
Las normativas actuales no lo exigen por capricho, sino por evidencia técnica. Lo que está en juego no es solo la conformidad legal, sino la integridad de trabajadores, bienes y negocios. Ignorar esto es construir sobre hielo fino.
Aquí es donde muchas empresas, responsables y conscientes, deciden ignifugar sus estructuras metálicas de forma preventiva, anticipándose a los siniestros en lugar de lamentarlos después.
No todos los edificios se construyen igual. Tampoco deben protegerse igual. Por eso, existen diversos sistemas de ignifugación, cada uno con aplicaciones y beneficios específicos. Elegir el más adecuado depende de factores como el tipo de estructura, su visibilidad, la humedad ambiental o el grado de resistencia requerido.
En todos los casos, se busca el mismo fin: ganar minutos. Minutos preciosos que permiten evacuar, intervenir, controlar. Esos minutos, muchas veces, son la diferencia entre reconstruir y lamentar.
El ignifugado de estructuras metálicas no solo es una solución técnica, sino una decisión estratégica. Cada método tiene un escenario idóneo, y elegir bien puede evitar que el fuego destruya lo irremplazable.
Hablamos de extintores, de alarmas, de bocas de incendio, pero olvidamos con frecuencia a los héroes invisibles. La protección pasiva contra incendios no suena, no brilla, no se activa con sensores, pero es la base de la resistencia. Sin ella, todo lo demás llega tarde.
El propósito de estos sistemas es conservar la estabilidad estructural el mayor tiempo posible. No apagan el fuego, pero contienen el daño. La ignifugación forma parte integral de esta estrategia silenciosa que mantiene edificios en pie cuando todo lo demás tiembla.
Por eso, en cualquier estrategia moderna de seguridad contra incendios, no puede faltar una inversión firme en protección pasiva contra incendios, con una planificación que contemple desde los materiales hasta la ejecución impecable.
No hablamos de una mejora cosmética ni de una moda constructiva. Hablamos de ventajas tangibles, técnicas y económicas:
Una decisión de este calibre no se deja en manos inexpertas. La aplicación debe estar a cargo de técnicos cualificados, que conozcan las normativas, los productos y su instalación óptima. No hay lugar para improvisaciones cuando se trata de fuego.
Delegar este tipo de protección a empresas sin experiencia puede salir caro. No basta con aplicar un producto, hay que hacerlo bajo criterios técnicos rigurosos. Un error aquí puede suponer una falsa sensación de seguridad, que luego se paga con creces.
Es imprescindible que los materiales cuenten con sus respectivos certificados europeos de reacción al fuego, y que la instalación sea realizada por personal que domine tanto el producto como el entorno en el que se aplica.
La ignifugación de estructura metálica no es un gasto, es un blindaje. Una muralla térmica que se activa cuando todo lo demás falla. Es también una declaración de intenciones: aquí se construye con visión, con responsabilidad, con humanidad.
Desde naves industriales hasta centros logísticos, desde almacenes hasta estructuras comerciales, la protección frente al fuego comienza en el esqueleto. Y ese esqueleto, si es metálico, debe ser tratado con respeto y previsión.
Ignifugar no es mirar al fuego con miedo, es mirarlo con ventaja. Con preparación. Con estrategia.
Mire usted, querido lector, que uno no abre un bar así como quien se pide una caña en la barra de la esquina. No. Lo de levantar la persiana de un bar sevillano no es cosa de inspiración divina ni de impulsos románticos. Es una operación quirúrgica entre papeles, sellos, normativas y la incombustible burocracia patria que, en el sur, tiene además su duende. Porque aquí montar un bar es tanto una empresa como un arte, una peregrinación con más estaciones que la Semana Santa.
Antes de que uno se ponga a pensar en nombres, menús o si va a poner Cruzcampo o algo más sofisticado, hay que saber qué tipo de actividad se va a desarrollar. ¿Será un bar sin música? ¿Un bar con música ambiental? ¿Habrá actuaciones en directo? ¿Tendrá cocina o solo servirá bebidas? Cada detalle, por inofensivo que parezca, cambia el rumbo legal del negocio. No es lo mismo un bar de copas que una cafetería tranquila en Triana. Y claro, el Ayuntamiento de Sevilla, que no da puntada sin hilo, exige que uno especifique hasta el tipo de ambientador que va a usar, casi.
La licencia de actividad es el certificado de buena conducta urbanística que uno necesita para ejercer una actividad económica. Este documento no solo autoriza a abrir el local, sino que asegura que cumple con todos los requisitos técnicos, higiénicos, medioambientales y, cómo no, urbanísticos. Que si salidas de emergencia, que si insonorización, que si ventilación adecuada, que si accesibilidad... Lo que viene siendo una maratón técnica con obstáculos.
Y no, no se trata de una formalidad cualquiera. Es el salvoconducto imprescindible para operar legalmente, y quien se la salte se arriesga a multas que hacen llorar al más valiente. Por eso, aquí entra la primera de nuestras claves: las licencias necesarias para abrir un bar no son opcionales ni delegables al azar de una gestoría cualquiera. Hay que saberlas, entenderlas y cumplirlas como quien recita el padrenuestro.
Aquí no vale un plano pintado con boli en una servilleta del bar de al lado. Lo que se necesita es un proyecto técnico, firmado por un arquitecto o ingeniero competente, en el que se detalle con precisión el uso del local, sus instalaciones eléctricas, salidas de humos, insonorización, sistemas contraincendios, y hasta cómo se tirarán los residuos orgánicos. Un auténtico tratado técnico que pasará por la criba del ayuntamiento como si fuese un examen de oposición.
A esto se le suma la memoria ambiental, una declaración jurada que certifica que nuestro establecimiento no causará más molestias de las que el vecindario pueda tolerar sin llamar a la policía local. Porque no hay nada que arruine más rápido la ilusión de un emprendedor que un expediente sancionador por ruido o malos olores.
Una vez aprobada la licencia de actividad y ejecutado el proyecto técnico, se solicita la licencia de apertura, ese documento que da luz verde para comenzar a trabajar. Pero cuidado, no se trata de levantar la persiana alegremente, no señor. Antes, hay que pasar por una inspección técnica en la que los funcionarios municipales revisarán, punto por punto, que lo construido coincide con lo proyectado. Y si hay desviaciones, sanción al canto.
Aquí es donde muchos descubren que aquel pequeño cambio “sin importancia” en el baño, o la falta de extintores homologados, puede retrasar la apertura semanas, incluso meses.
No podemos olvidar que abrir un bar sevillano es, además, una declaración de intenciones culturales. En Sevilla, un bar es más que un negocio: es un altar laico, un punto de encuentro, una excusa para el tapeo, la conversación y el flamenco improvisado. Pero también es fuente potencial de conflictos vecinales si no se gestiona con sensatez.
Por eso, cumplir con las ordenanzas municipales en materia de contaminación acústica, horarios de apertura, terrazas y uso del espacio público es esencial. No basta con tener la licencia de actividad; hay que convivir con el entorno, respetar el descanso de los vecinos y mantener una actitud responsable.
No podemos olvidar la trastienda legal del asunto. Para abrir un bar se necesitan, además, certificados de sanidad si hay manipulación de alimentos, alta en el IAE, registro en la Seguridad Social, contratos laborales y de prevención de riesgos laborales, seguros de responsabilidad civil, y un largo etcétera que no cabría ni en una carta de vinos.
Seamos sinceros. Quien quiera abrir un bar en Sevilla, o en cualquier otra parte de España, debe armarse de paciencia, de asesoramiento legal especializado y de una buena dosis de fe. La maraña normativa, los plazos administrativos y la rigidez de los procedimientos no lo ponen fácil. Pero quien persevera, triunfa. Y el que se organiza, gana.
Quienes emprenden este camino lo hacen sin conocer en profundidad la normativa, y se ven después atrapados en expedientes, multas y retrasos. Por eso, desde aquí lo decimos claro: planificación y legalidad son los cimientos de un bar exitoso.
Montar un bar en Sevilla es hoy una conquista moderna. Requiere conocimiento, estrategia y respeto por la normativa. Pero también implica mantener viva una tradición cultural única, donde la hospitalidad, el sabor y la alegría se mezclan con la responsabilidad legal.
Los tiempos han cambiado, y si antes bastaba con tener gracia y buen vino, hoy es imprescindible tener también una carpeta con permisos, planos y licencias. Solo así se puede alzar la persiana con orgullo, sabiendo que todo está en regla y que el proyecto tiene futuro.
Y usted, que sueña con ver su bar lleno de vida, recuerde que todo empieza con un buen asesoramiento, un proyecto bien armado y una voluntad firme de cumplir con cada paso legal. Porque en Sevilla, hasta los bares tienen alma… pero también deben tener papeles.
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